
Si estas paredes hablaran. Si estas sobrecamas hablaran.
En un sitio como Panamá, donde todo el mundo vive con sus padres o con su esposa, el motel de ocasión o push bottom (sic) juega un papel particularmente importante para la manutención del orden social. El push es una institución. Un negocio seguramente productivo que solo cierra en Viernes Santo.
Como tipología arquitectónica, el push se balancea entre una invisibilidad casi absoluta y la más extravagante ostentación. El push debe anunciar a viva voz su presencia al tiempo que garantiza el anonimato de sus usuarios. Un buen push es memorable y único, pero a la vez familiar e igual a todos los otros.
Esta familiaridad es crucial para asegurar la operación. El push no viene con un manual de instrucciones, pero todo el mundo sabe usarlo. Yendo al push uno nunca ve a nadie, y esta aparente autosuficiencia se mantiene con una serie de herramientas y tecnologías tan vetustas como el push mismo: botones, puertas dobles, mirillas, timbres, teléfonos, cámaras de seguridad. El push es un universo que seguramente emocionaría a un David Lynch.
La escenografía del push es igualmente notable. Todo es o desechable o está apernado al piso para evitar robos. Todas las superficies apuntan al lujo pero priorizando la limpiabilidad. Abunda el azulejo y la pintura de aceite, todo iluminado por el brillo de la televisión y el bombillo fluorescente, o la cinta LED multicolor.
El push es a la vez acogedor y repulsivo. Huele a limpio, demasiado a limpio. Los espejos son siempre demasiados en cantidad, tamaño o prominencia. Las almohadas y colchones se protegen con forros plásticos o impermeables que añaden una dimensión tectónica adicional a la experiencia. Las toallas son mínimas y de una rigidez que no deja de sorprender. Y las sábanas, esas sábanas de bajísimo conteo de hilos y colores hipnotizantes siempre a medio desteñir; sábanas que ni protegen del aire acondicionado ni secan el sudor.
Pushes hay en todos lados y de todo tipo: urbanos y rurales, obvios y secretos, esos que están recién inaugurados (o remodelados) y esos que han estado ahí toda la vida. Al igual que los barrios populares o los paisajes naturales, los pushes están amenazados por el desarrollo urbano. Todos hemos visto desaparecer a un push favorito, o a uno que no llegamos a conocer, y ese es una de las constantes pequeñas tragedias de la vida en Panamá.
La ironía final es que el push, un limbo diseñado para hacer desaparecer los hechos, esté condenado a la desaparición. Aquí no pasó nada, y aquí no queda nada.