Aprovecho la inercia de haber sido citado en Colcha Urbana (y con todo un block quote) para colgar acá la totalidad del artículo en cuestión, preparado para El Guayacán el año pasado. Mi primera reacción ante la tarea de responder la pregunta de arriba fue explicar por qué la pregunta estaba mal hecha. Finalmente traté de responder, pero con un ensayo académico de cinco párrafos —el arquetípico Five paragraph essay— un género literario con reglas tan rígidas como los sonetos Shakespeareanos. Y aunque ahora que lo leo bien creo que no le pondría más de una B-, y seguramente mis profesores hubieran sido menos piadosos, al menos no es un reprobado. Caveat lector, pero a las armas, conciudadanos.
¿Se puede rescatar la ciudad?
La ciudad de película, esa creación eterna y perfecta de Urbanistas y Estadistas, es un mito. Sin embargo, este arquetipo inalcanzable es con el que generalmente comparamos las ciudades cambiantes y defectuosas en las que habitamos, y de esta comparación injusta se origina la mayoría de las presentes frustraciones con el entorno urbano. El rescate de nuestra ciudad, que es perfectamente posible, se logra en la medida en que aproximamos sus características a las de la ciudad soñada que todos tenemos en la cabeza, pero para esto debemos reconocer que algunos de sus problemas son características que hay que aprender a apreciar.
Las ciudades no son eternas, sino que cambian continuamente. Nuevos barrios aparecen, se demuelen edificios, los usos mutan, la población se mueve. Con un entrenamiento que enfatiza el equilibrio y la física estática, los arquitectos son fabricantes de permanencia, frecuentemente incapaces de responder a la inevitable fluidez de condiciones que rodean cada proyecto. Acoger el cambio cuesta, y si en algo estamos todos de acuerdo es que antes las cosas estaban mejor. Pero la nostalgia no es la mejor alternativa, y aceptar el cambio no implica abandonarnos a la vorágine caprichosa del mercado. No hay nada como ser parte de una comunidad organizada para defendernos de estas transformaciones o adaptarnos a sus inevitables consecuencias.
Las ciudades no son perfectas, sino que son caóticas y defectuosas. Los urbanistas son entrenados para organizar el caos y se agremian en un Ministerio de Ordenamiento Territorial que, por su nombre, suena como quien ha de domar un potro salvaje. Pero el desorden es lo que hace interesantes a las ciudades. La uniformidad es de un tedio abrumador: los interminables suburbios de la periferia y las torres de innumerables plantas típicas dependen de su antítesis, el mall y sus estímulos exacerbados, para la salud mental de sus habitantes. Afortunadamente, el uso es el mejor antídoto para la perfección. Habitar es desordenar y el cliente siempre arruina el diseño. Aunque hay que cuidarse de los megaproyectos y de las grandes perspectivas, a los que se llegan a hacer sólo hay que darles suficiente tiempo y uso y, aunque sea por resignación, como que mejoran.
Las ciudades son hechas por los ciudadanos. Cada cosa que hacemos, cada decisión que tomamos, incluso cada inacción tiene consecuencias urbanas. La ciudad donde vivimos es culpa nuestra, y todo pueblo habita en la ciudad que se merece. Y aquí reside la solución última: la evolución de la ciudad depende de nosotros. ¿Cómo podremos influir en su desarrollo? Organizándonos, trabajando, opinando, votando y gastando, ojalá inteligentemente.
Cuando a uno le preguntan si esta ciudad puede rescatarse hay que responder afirmativamente y sin titubear, aunque sea para disimular nuestro pesimismo de arquitecto. Pero el rescate no va a ser el típico acto heróico, porque el peligro, daño, molestia y opresión que aqueja a esta víctima tampoco es típica. Este es un camino largo y duro, un rescate que depende de todos: de que conozcamos la ciudad y la apreciemos aún con sus defectos, y de que nos decidamos a hacer algo por ella.